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Grandes Artistas- PequeñosFragmentos: Jules Verne

martes, 18 de marzo de 2008




TLLM tiene un compromiso misivo con la apareidad de la teleconferencia. Hoy día os acercamos a vuestros ilustrativos monitores un (no)clásico fragmento de la mortecina Obra de Jules, viejo amigo de Casperman que entredice así:
-Bien -dije-. tengo que convenir en que la frase de Saknussemm es perfectamente clara
y no puede dejar duda alguna al espíritu. Estoy conforme también en que el documento
tiene todos los caracteres de una autenticidad perfecta. Ese sabio bajó al fondo del
Sneffels, vió la sombra del Scertaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas
de julio y enseñáronle las leyendas de su tiempo que aquel cráter conducía al centro del
globo: hasta aquí, estamos conformes; pero admitir que él en persona fue al centro de la
tierra y que volvió de allá sano y salvo, eso, no; ¡mil veces no!
-¿Y en qué fundas tu negativa?-dijo mi tío. con un tono singularmente burlón.
-En que todas las teorías de la ciencia demuestran que la empresa es impracticable del
todo.
-¿Todas las teorías dicen eso? -replicó el profesor, haciéndose el inocente-. ¡Ah, picaras
teorías! ¡Cuánto van a darnos que hacer!
Aun comprendiendo que se burlaba de mí. proseguí:
-Es un hecho por todos admitido que la temperatura aumenta un grado por cada setenta
pies que se desciende en la corteza terrestre; y admitiendo quc este aumento sea
constante, y siendo de 1.500 leguas la longitud del radio de la tierra, claro es que se
disfruta en su centro de una temperatura de dos millones de grados. Así, pues. las
materias que existen en el interior de nuestro planeta se encuentran en estado gaseoso
incandescente, porque los metales, el oro, el platino, las rocas más duras. no resisten
semejante calor. ¿No tengo: pues, dcrecho a afirmar que es imposible penetrar en un
medio semejante?
-¿De modo, Axel, que es el calor lo que a ti te infunde respeto?
-Sin ningún género de duda. Con sólo descender a una profundidad de diez leguas,
habríamos llegado al límite de la corteza terrestre, porque ya la temperatura sería allí
superior a 300°.
-¿Es que temes liquidarte?
-Mi terror no es infundado-le contesté algo mohíno.
-Te digo -replicó el profesor, adoptando su aire magistral de costumbre-, que ni tú ni
nadie sabe de manera cierta lo que ocurre dentro de nuestro globo, ya que apenas se
conoce la docemilésima parte de su radio. La ciencia es eminentemente susceptible de
perfeccionamiento y cada teoría es a cada momento obstruida por otra teoría nueva. ¿No
se creyó, hasta que demostró Fourier lo contrario, que la temperatura de los espacios
interplanetarios decrecía sin cesar, y no se sabe hoy que las temperaturas inferiores de las
regiones etéreas nunca descienden de cuarenta o cincucnta grados bajo cero? ¿Y por qué
no ha de suceder otro tanto con cl calor interior? ¿Por qué, a partir de cierta profundidad.
no ha de alcanzar un límite insuperable. en lugar de elevarse hasta el grado de fusión de
los más refractarios minerales?
Como mi tío colocaba la cuestión en un terreno hipotético, nada podía responderle.
-Pues bien -prosiguió-, te diré que verdaderos sabios, entre los que se encuentra
Poisson, han demostrado que si existiese en el interior de la tierra una temperatura de dos
millones de grados. los gases de ignición, procedentes do las substancias fundidas,
adquirirían una tensión tal que la corteza terrestre no podría soportarla y estallaría como
una caldera bajo la presión del vapor.
-Eso, tío, no pasa de ser una opinión de Poisson.
-Concedido; pero es que opinan también otros distinguidos geólogos que el interior de
la tierra no se halla formado de gases, ni de agua, ni de las rocas más pesadas que
conocemos. porque, en este caso, el peso de nuestro planeta sería dos veces menor.
-¡Oh! por medio de guarismos es bien fácil demostrar todo lo que se desea.
-¿Y no ocurre lo mismo con los hechos, hijo mío? ¿No es un hecho probado que el
número de volcanes ha disminuido considerabiemente desde el principio del mundo? ¿Y
no es esto una prueba de que el calor central, si es que existe, tiende a debilitarse por
días?
-Si sigue usted engolfándose en el mar de las hipótesis, huelga toda discusión.
-Y has de saber que de mi opinión participan los hombres más competentes. ¿Te
acuerdas de una visita que me hizo el célebre químico inglés ‘Humpliry Davy, en 1825”?
-¿Cómo me he de acordar, si vine al mundo diez y nueve años después?
-Pues bicn, ‘Hunfredo Davy vino a vcrme a su paso por Hamburgo, y discutimos largo
tiempo, entre otras muchas cuestiones, la hipótesis de que el interior de la tierra se hallase
en estado líquído, quedando los dos de acuerdo en que esto no era posible. por una razón
que la ciencia no ha podido jamás refutar.
-¿Y qué razón es esa?
-Que esa masa líquida hallaríase expuesta, lo mismo que los océanos, a la atracción de
la luna. produciéndose. por tanto. dos marcas interiores diarias que, levantando la corteza
terrestre, originaría terremotos periódicos.
-Sin embargo, es evidente quc la superficie del globo ha sufrido una combustión, y
cabe, por lo tanto. suponer que la corteza exterior sc ha ido entriando, refugiándose el
calor en el centro de la tierra.
-Eso es un claro error -dijo mi tío-; el calor de la tierra no reconoce otro origen que la
combustión de su superficie. hallábase ésta formada de una gran cantidad de metales,
tales como el potasio y el sodio, quc ticnen la propiedad de inflamarse al solo contacto
del aire y del agua; estos metales ardieron cuando los vapores atmosféricos precipitáronse
sobre ellos en forma de lluvia, y, poco a poco, a medida que penetraban las aguas por las
hendeduras de la corteza terrestre, fueron determinando nuevos incendios, acompañados
de explosiones y erupciones. He aquí la causa de que fuesen tan numerosos los volcanes
en los primeros días del mundo.
-¡Es ingeniosa la hipótesis! -hube de exclamar sin querer.
-Hunfredo Davy me la demostró palpablemente aquí mismo mediante un experimento
sencillo. Fabricó una esfera metálica. en cuya composición entraban principalmente los
metales mencionados poco ha, y que tenía exactamente la forma de nuestro globo.
Cuando se hacía caer sobre su superficie un finísimo rocío, hinchábase aquélla, oxidábase
y formaba una pequeña montaña, en cuya cumbre se abría momentos después mi cráter.
Sobrevenía una erupción y era tan grande el calor que ésta comunicaba a la esfera, que se
hacía imposible el sostenerla en la mano.
Si he de ser del todo franco, empezaban a convencerme los argumentos del profesor,
cuya pasión y entusiasmo habituales comunicábales mayor fuerza y valor.
-Ya ves. Axel -añadio-, que el estado del núcleo central ha suscitado muy diversas
hipótesis entre los mismos geólogos: no hay nada que demuestre la existencia de ese
calor interior; a mi entender, no existe ni puede existir; pero ya lo comprobaremos
nosotros. y, a semejanza de Arne Saknussemm, sabremos a qué atenernos sobre tan
discutida cuestión.
-Sí. sí: ya lo veremos -contestéle, dejándome arrastrar por su entusiasmo-; lo veremos,
dado caso que se vea en aquellos apartados lugares.
-¿Y por qué no? ¿No podremos contar para alumbrarnos con los fenómenos eléctricos,
y aun con la misma atmósfera, cuya propia presión puede hacerla luminosa en las
proximidades del centro de la tierra?
-En efecto-respondí-, es muy posible.
-No posible, sino cierto -replicó triunfalmente mi tío-; pero silencio, ¿me entiendes?
Guarda el más impenetrable sigilo acerca de todo esto, para que a nadie se le ocurra la
idea de descubrir. antes que nosotros, el centro de nuestro planeta.

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